
Se escucha la calma de una respiración. La respiración del bosque, cuya garganta expulsa la suave brisa remando cada hoja que compone su espesura. Ese es el sonido...
El sonido del roce de las sábanas que cubren la piel en un acto de atrevimiento, las aspas del ventilador expulsando malhumorado el aire, el aparente absurdo latido de un codiciado corazón.
Y mientras los pulmones vuelven a renacer en su intermitente muerte se cuela el dulzón olor a hierba mojada. El rocío culminó su labor durante toda la madrugada tropezando en ella, aparentando ser un simple accidente, un pequeño descuido, como el roce de dos bocas o de una mirada tonta. Ese es el olor...
El olor a tabaco por la mañana dibujando breves surcos frente tu hambrienta mirada, el olor a un perfume inevitablemente conocido... da igual que aborde otro cuello. Su imagen se escapa y se introduce en tu recuerdo.
Al alzar la vista los arboles compusieron su propio cielo, creando una bóveda en constante cambio... continuamente dinámica con el impulso del viento. La luz se cuela entre ellos, traviesa, risueña, extrovertida, ilusionada, y propaga su propio suelo. Creando en él a su antojo extraños mosaicos al postrarse la claridad y la sombra. Esta se tiende en las hojas más rezagadas, mancillándolas, cubriéndolas del frío tacto de la ansiedad... donde el brillo del Sol no logra alcanzar.
Mas si se presta un poco de atención, se guarda calma y silencio, se oye desde algún lugar con cierta lejanía el tintineo esperanzador del agua brotando de un riachuelo, ahí donde centenares de destellos se tienden en ella. Así, con ese pequeño murmullo, hasta la oruga más débil emprende su camino, y en su mente la esperanza de lograr su crisálida. El final de esta, la oruga, otorgará un nuevo principio... el de la mariposa.
Hasta el más bello rosal tiene sus espinas, mas estas no son clavadas en las manos de otro; el dolor aflige y arquea la espalda, y estas son alojadas en su propio pecho.